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Ser comunidad en la diversidad

28 junio, 2022

P. Luis García Orso, S.J. 

El sacramento cristiano del bautismo nos otorga una nueva identidad: ser personas hijas de Dios y hermanas de Jesucristo. Esta es nuestra identidad verdadera y fundamental, desde la cual, al reconocernos y vivirnos, anula toda diferencia étnica, social, religiosa y de sexo, que humanamente acostumbramos a hacer. Así lo expresa el apóstol San Pablo:

“Todos ustedes son hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús; pues quienes fueron bautizados en Cristo, han sido revestidos de Cristo. Por tanto, ya no hay distinción entre judío y griego, entre esclavo y libre, entre varón y mujer, porque todos son uno en Cristo Jesús.” (Gal 3, 26-28)

El texto paulino en griego afirma fuertemente “ya no hay macho ni hembra”; esos no son los nombres con los que se ha de encasillar a las personas. Más allá de la propia orientación sexual, hay esta nueva realidad de igualdad y dignidad que se nos ha dado: ser hijos de Dios todos, todas, y hermanos en Cristo, ser nuevas creaturas, “todos son uno en Cristo Jesús”.

Llevado este dato de la fe a la realidad social, a la comunidad, San Pablo nos ofrece otras consecuencias en el capítulo 12 de la primera carta a los Corintios: bautizados en el mismo Espíritu, somos “un solo cuerpo”, formado por muchos miembros distintos unos de otros, pero necesitados unos de otros para vivir. Más aún, dice Pablo, “los miembros que parecen más débiles son más necesarios, y a los que consideramos menos dignos los tratamos con mayor cuidado o decoro” (v.22-23). La revelación cristiana rompe con la manera de ver a los que nombramos “débiles” o “menos dignos”, según nuestras etiquetas prejuiciadas y excluyentes. Pensemos, por ejemplo, cómo vemos a personas indígenas, migrantes, homosexuales, o personas con alguna limitación física o mental, ¿vemos y valoramos en cada persona a una creatura de Dios y a una hermana nuestra?

Esto nos reta a reconocer y descubrir a las personas con sus cualidades y aportes propios; como necesarias en la comunidad y en la sociedad. Se trata, pues, de vernos todos y todas como “cuerpo de Cristo”, que se va haciendo desde la diversidad. El mismo apóstol Pablo, al final de su explicación, nos dice cuál es el valor que está por encima de todo: el amor (cf. 1 Cor. 13).

El Papa Francisco, en su Encíclica Fratelli Tutti, lo explica así:

“La altura espiritual de una vida humana está marcada por el amor, que es «el criterio para la decisión definitiva sobre la valoración positiva o negativa de una vida humana». Sin embargo, hay creyentes que piensan que su grandeza está en la imposición de sus ideologías al resto, o en la defensa violenta de la verdad, o en grandes demostraciones de fortaleza. Todos los creyentes necesitamos reconocer esto: lo primero es el amor, lo que nunca debe estar en riesgo es el amor, el mayor peligro es no amar. (cf. 1 Cor. 13,1-13)” (Fratelli Tutti, 92)

Por ello, para poder centrarnos en lo fundamental de nuestra fe cristiana y vivir desde ahí, no vale comenzar por una doctrina, una moral, una ley (aunque sean buenas y necesarias), sino por aquello que está primero y que da sentido a lo anterior: el amor con que Dios nos ha amado y nos ha salvado en Jesucristo. Él tiene la iniciativa, el don, la acción.  En el encuentro con esta experiencia real y verdadera de Dios, es como las personas nos acercamos a lo que deseamos vivir: una vida que sea respuesta al amor de Dios y respuesta de amor a nuestros prójimos.

Toda persona es hija de Dios y hermana de Jesucristo; creatura siempre amada  y a quien Dios ofrece las gracias que vienen de Jesucristo. Esa es su verdadera dignidad.  Esa es su identidad más profunda y verdadera, que no queda reducida a su orientación sexual. Por eso, todas las personas merecen el respeto, el trato, la atención y la acogida de su dignidad.

Aún más, las personas homosexuales, como creaturas de Dios, tienen dones y cualidades para ofrecer y enriquecer a la comunidad cristiana. ¿Las reconocemos, las acogemos, las valoramos, las incluimos? Toda la comunidad junta hemos de descubrir la calidad y el modo propio de su aporte, comenzando con que las mismas personas LGBTTTIQ+ valoren e identifiquen sus dones, los ofrezcan y compartan.

El Señor tiene un camino único y diferente de vida y santidad para cada persona (Cf. Francisco, Gaudete et exsultate, 11). Lo importante es que cada creyente discierna, encuentre y siga su camino personal (no el de alguien más), y saque a la luz lo mejor de sí, aquello que Dios le ha regalado para bien de las demás personas, para humanizar y fortalecer el Cuerpo de Cristo que somos.  Recojamos lo que el Papa Francisco propone para la juventud:

“En el Sínodo se exhortó a construir una pastoral juvenil capaz de crear espacios inclusivos, donde haya lugar para todo tipo de jóvenes, y donde se manifieste realmente que somos una Iglesia de puertas abiertas. Ni siquiera  hace falta que alguien asuma completamente todas las enseñanzas de la Iglesia para que pueda participar de algunos de nuestros espacios para jóvenes. Basta una actitud abierta para todos los que tengan el deseo y la disposición de dejarse encontrar por la verdad revelada por Dios. Necesitamos una pastoral juvenil que abra puertas y ofrezca espacio a todos y a cada persona con sus dudas, sus traumas, sus problemas y su búsqueda de identidad, sus errores, su historia, su experiencia del pecado y todas sus dificultades. Debe haber lugar también para todos aquellos que tienen otras visiones de la vida, profesan otros credos o se declaran ajenos al horizonte religioso. Todos los jóvenes, sin exclusión, están en el corazón de Dios y, por lo tanto, en el corazón de la Iglesia.” (Christus Vivit, 234-235)

Los criterios son claros: misericordia, inclusión, sentido de comunidad en la diversidad, apertura, realismo, búsqueda creyente, participación activa y constructiva. Tratemos de llevarlo a nuestra práctica personal y comunitaria.